El libro no es un instrumento moral. El libro no educa, no juzga, no alienta a tener un buen o mal comportamiento. En todo caso, el único consuelo que nos queda, a pesar de esta verdad, es que el libro puede servir para reforzar nuestros mejores sentimientos, ahí donde por supuesto los hay, es decir en el espíritu mismo de que lee. Como instrumento, el libro tiene el uso que el lector le dé.
El principio que nos debería llevar a abrir un libro es el de avivar nuestra existencia; de modo que, al cerrarlo, tengamos mayores y mejores razones para vivir, pero no para vivir exclusivamente con el fin de leer libros, sino con el propósito de que, en nuestra vida, haya libros que nos hagan más feliz el hecho de vivir.
Quizá esta falacia de que la lectura, o sea la ficción, es mejor que la vida, nos viene de una confusión histórica absolutamente occidental. A decir del gran pensador español Ramón Gaya, Occidente se ha empeñado en ignorar algo que Oriente ha sabido desde el principio: que el arte y la vida no son dos cosas, sino una; que el arte no es otra cosa que la vida y que, en este sentido, pensar que los libros son mejores que la existencia (un fragmento que está incluido en el todo) es una sandez tan desmesurada que no admite siguiente la más cordial de las discusiones.
El libro y la lectura jamás serán un fin, siempre serán un medio, un instrumento, y la vida hace uso de ellos para al menos soñar que se pueden alcanzar mayores intensidades espirituales e intelectuales. Del mismo modo que se digieren los alimentos, para convertirlos en energía vital, los libros sólo tienen sentido si conseguimos que sean combustible vital.
Siendo así, si a partir de los libros no creamos y recreamos lo leído, es decir si no transformamos lo que leemos para mejorar nuestra existencia, el acto de leer puede ser perfectamente un pasatiempo estéril, sólo ennoblecido, superficialmente, por el discurso laico-sagrado del lugar común.
Dicho lo anterior, es absolutamente falso que los libros sean mejores que la vida. En el s. XVII, Baltasar Gracián lo supo de una manera luminosa: cuando el mucho saber va aparejado con el poco vivir es inservible y estúpido.
Fuente: Antimanual para lectores y promotores del libro y la lectura.
Juan Domingo Argüelles
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